14/12/07

NATIVA DE LIMA


Sube una mujer de forma rauda, tras decenas de kilómetros de viaje en alocada ruta del transporte colectivo ella sufre una metamorfosis y baja siendo otra mujer. Es la misma, pero es diferente. Mientras la combi avanza entre centenares de vehículos, cada uno es cada quien. Cada persona es un mundo diferente. La mujer que subió en un distrito limeño, casi corriendo, casi una hora después bajará luciendo diferente.

La hora como lo hacen los pacmans en los juegos cibernéticos, se come el tiempo. Los relojes son los testigos e instrumentos que prueban esta sentencia. El tiempo es un pedazo de hielo puesto al sol. Se diluye. Lima es una locura, es una jungla salvaje.

La mujer llegó en la avenida La Molina, en el límite de ese distrito de igual nombre y Santa Anita. Ella subió rauda. La combi corría tanto como el agua por sus cabellos. Durmió un poco más de la cuenta, corrió a la ducha, se vistió a las voladas y apretó sus pasos para tomar la movilidad. No le alcanzó más que para jalar su cabello con el peine, pero no se peinó. Y es más, no se maquilló.

“Vayan pasando más al fondo. Hay sitio, en ese asiento entran tres”. El cobrador lanzaba en su modo cordial esa invocación para llenar el vehiculo, como quien llena una caja con abarrotes de todo tipo. Los pasajeros impertérritos siguen en silencio el recorrido. Usan el Mp3 para escuchar música y aislarse del bullicio y de los demás. Otros tienen las miradas puestas en el vacío. Es Lima la bulliciosa, la tensa, la agresiva y la contaminada.

Ya, en este momento esta pequeña camioneta, a la que han puesto unos 7 asientos para 17 pasajeros, corre. Un cronometro, de esos que cuesta unos 8 soles (aproximadamente 2.70 dólares) está puesto sobre la luna parabrisas del chofer nos va marcando el tiempo. Este tiene que cumplir sus recorridos, unos 5 al día que los hace por mandato del reglamento. Comienza a las 5 de la mañana y termina casi a las 11 de la noche. “Y el cuerpo, ya no da” me dijo alguna vez un chofer.

La mujer sin importarle nada, ni la mirada de hombres y mujeres que viajan en la cabina. Saca la lima, se quita la mugre que sobró debajo de las uñas después del rápido duchazo e inmediatamente las pule. Antes con el cortaúñas se había quitado alguna piel sobrante de las manos. No importa quiénes estén allí. Es lo de menos. Los demás no cuentan. Sigue con el cabello un poco húmedo, menos que al momento que subió al vehículo.

Los centenares de postes de la Vía de Evitamiento, por donde transita la combi, parecen correr a gran velocidad. Lo que sucede es que pasan y no corren. Esa es la impresión. Atrás ya quedaron los distritos de El Agustino, pasa el Rimac, la misma Lima Metropolitana, San Martín de Porres, San Juan de Lurigancho y aparece Independencia. Hay cada rostro, cada paisaje que lo que nos queda es serenarnos, nada más. Mucho polvo y un panorama de fusión entre humildes casitas, otras en mejores condiciones y las industrias, todas en un mismo aire.

La mujer ya dejó la lima de sus uñas y con el peine, como si estuviera en su dormitorio, cepilla su cabello ante el asombro del pasajero que está sentado junto a ella. Aún luce descolorida, momiática. No importa nada, qué va importar si el rostro sigue siendo pálido como cuando recién botó las sabanas para correr al baño, cumplir con sus necesidades humanas, asearse e iniciar la nueva jornada. Ella alucina estar sola, hay muchos ojos sobre ella y la incomodidad del ejecutivo de ventas del banco cuya sede está en el Cono Norte que muy bien vestido con saco oscuro que por decencia no dice nada ni siquiera entredientes.

Este es un panorama sombrío. Muy bien decían los concursantes de la carrera que por los cinco continentes patrocina una cadena mundial de televisión, la famosa The Amazing Race. En la que parejas o familias compiten venciendo obstáculos por unas 25 ciudades, dando la vuelta al mundo para llegar a Miami o cualquier ciudad norteameticana y ganar un tremendo premio. Cuando pasaron por Lima, subieron a un ómnibus del centro de esta bulliciosa ciudad. Comentaron con mucha razón que “Mientras nosotros competimos por ganar un millón de dólares, aquí los peruanos luchan por sobrevivir”. ¡Horrible oyeee.!!.

Una parada, de las tantas que se hacen en el camino permite ver una nube de vendedores ambulantes de todo tipo de cosas. La pobreza es fuerte y así se respira en esta metrópoli de casi 10 millones de habitantes. No hay etiquetas que valgan. La necesidad de trabajar es fuerte. Se busca dinero para subsistir, vivir más y estar mejor cada día. Nada es sencillo.

La mujer ahora ha sacado de la cartera un lápiz delineador que lo utiliza para acentuar el color de sus cejas, luego el rimel para pronunciar las pestañas y acto seguido el infaltable colorete con que bañó sus labios con rojo carmín. Un espejillo levantaba con su mano derecha como desafiante ante los émulos de los sapos, que no eran otros que algunos pasajeros y yo mismo. Ella ya tomaba una nueva figura, los polvos en las mejillas y en la frente la maquillaban y asi completaba su nueva careta.

La ruta parecía llegar a su final cuando un policía de tránsito con sonoro silbato, hizo detener el transporte en que viajamos. La avenida estaba movida, ya transitábamos sobre Los Olivos y mientras el hombre de casco blanco caminaba hacia la combi, el chofer pidió al cobrador, "solapa no más", que aliste unas 10 lucas (leáse 10 soles, es decir unos 3 dólares y 33 centavos). El conductor había cometido una falta al reglamento de tránsito por la que tuvo "bajar" un billetito, que no es otra cosa que entregar una coima, de las tantas que se “pagan” en esta percudida ciudad.

“Baja antes de cruzar” se escuchó decir en una potente voz femenina, desde el penúltimo asiento del lado izquierdo. La mujer con saco sastre en color oscuro, apura el paso entre nuestra incomodidad y desciende. No voltea al bajar. La mujer que sale es otra, no es la misma que subió distritos arriba. Ajena, muy ella, aunque medio andina, por que sus padres provienen de alguna ciudad de la sierra, la que desciende es la típica nativa de Lima.