11/1/10

PANTALÓN BLANCO


En la ciudad pequeña la lluvia parece remojar más, así como la tristeza parece acentuarse con mayor contundencia en el alma. Una sonrisa se siente como más contagiosa que las risitas de los niños en los ambientes donde funciona el aula de colegio primario. Las personas, si bien todas parecen tener la misma notoriedad, hay algunos personajes, pocos pero los hay, que se elevan más allá de los demás.

En “La Perla”, la bulliciosa pequeña ciudad que es el puerto del río Huallaga, hay personas muy destacadas, y son notables porque hacen bien o por lo torpe que éstos puedan ser. Hay de los borrachines que se hacen notar porque de forma consuetudinaria caminan todos los días a la misma hora y por el mismo lugar. Uno de ellos, Facundo, el pobre hombre de cabello cano que alguna vez trabajó en la empresa nacional portuaria; con sus casi 70 años a cuestas, como pan del día se “sopla” su quinientín - trago corto a base de recio alcohol y una mezcla mentirosa de cortezas de árboles de la selva cercana - que bebe con deliciosa avidez, uno tras otro - botella tras botella - y a media mañana camina en su cotidiana borrachera por la plaza de armas interpretando graciosamente los viejos valses amazónicos que alguna vez marcaron las costumbres musicales de la pequeña urbe, que son las mismas de los hermanos Vásquez, notables hombres de la música y las letras de La Perla huallaguina.

Hay personajes como doña Otilde la típica vendedora de aguajes, la que por muchos años sienta sus arrugadas ancas en su desgastada banca de patas cortas en la esquina de la Iglesia catedral. Vende su producto empleando las bolsas plásticas de color rojo transparente, y previamente quitando las ásperas cascarillas para lo que emplea su viejo cuchillo de cocina sin mango. Sus frutos ya madurados por el calor del ambiente, los ofrece a los perlinos, o a cualquiera que pase, inclusive a gringos mal olientes con su peculiar acento diciendo “¿con azúcar o con sal? Diga usté cho…”, dándole con estos ingredientes un plus a sus deliciosos aguajitos.
En los alrededores siempre transita con algo en la mano el hombre del pantalón blanco, con rostro cetrino, aunque a veces más juguetón, en algún momento dicharachero. Mientras tanto recorren las calles – velozmente - unas veces enfundados en livianas bicicletas u otras veces a paso raudo, marcando ritmo de maratónica carrera, ambos con severa concentración en lo que hacen. Ellos, los hermanos Huamán Poma, Joseph y Gonzalete, son los dueños de los primeros premios en cuanta actividad ciclística o de maratón se realiza en la zona del Huallaga. No hay quien les oponga resistencia ni intente quitarles “la corona”.
Aunque por ahí, sin competir Maurito, así le llaman sus conocidos que son casi todos de la ciudad, al hombrecito, pequeño de estatura, de casi 90 años de edad que subido a su vieja bicicleta recorre incansable las calles y todas sus plazas despertando atención no solamente por la fragilidad de su figura y su edad, sino que también por la bandera que envuelve su cuerpo para hacer sus recorridos inagotables. Es todo un símbolo de la fortaleza de la tercera edad.
En La Perla todos ellos son visibles, es una pequeña ciudad que tiene uno de los puertos más importantes de la Amazonía. Es multicolor en su paisaje, en sus calles, en sus costumbres y en su gente. A sus pobladores los conocen como los huallaguinos o perlinos, todos o casi todos ellos conocen a otro personaje que es el hombre del acostumbrado vestir pantalón blanco. Éste es alucinante al hablar, nadie sabe de dónde vino a habitar este pueblo, pocos saben dónde duerme, pero sí saben que come en cualquier lugar: donde el hambre le aprieta.
En su casi alucinante conversación no habla más que de la fantasía que provocan las mujeres fáciles, a las que él las ve en su mente y de las que graciosamente comenta haciéndolas suyas y casi siempre invitando a sus conocidos a compartir sus carnes frescas.
Nadie ha podido conocer su nombre y el hombrecillo del pantalón blanco lo celebra olímpicamente. Se ufana, no con poca vanidad,  de su siniestra figura ¿Quién sabe mi nombre en esta Perla carcelera?, inquirió una vez al waracón, Rogelín Quebradas, el flaquito, esmirriado de ojos vivaces que tiene como oficio ser el más famoso fotógrafo del Huallaga. Solamente el silencio fue la expresión de la ausente respuesta. La Perla es su cárcel y el río la gran avenida del sólo mirar, porque para navegarlo no lo desea ni lo necesita. Esta ciudad al parecer es su autoexilio; quién lo sabe.

Utiliza unas zapatillas pulcramente blancas, aunque no de “marca”, pero en su narcótico chamullo explica que le costó 150 dólares. Pequeño, regordete, de andar bamboleante, con hablar a veces desafiante comenta un pasado no comprobado de labores al margen de la Ley, en medio de bosques impenetrables donde participaba en la preparación y ponderaba luego su participación entre los esbirros integrantes los cárteles de la droga.
“Trátame con respeto, no me digas narco. Llámame señor narco…” ataca con severidad y elevado orgullo en su discurso para ser identificado por quien o quienes se dirijan a él.
Dice que se encuentra ocho años en La Perla, sin abandonarla un solo día. Recuerda con melancolía a su madre, que en su relato la presenta como si fuera su albacea que cuida sus bienes pero a la vez celebra los negocios que ella hace en su nombre. Vende sus propiedades vehiculares e inmuebles, habla de sus ganancias, habla de desbordantes cifras de dinero verde. Cuando habla de estos temas, brillan sus ojos y despierta su fantasía que lo transporta al pasado – quién sabe legendario - con sus encuentros en las calles caleñas de Colombia, en los Estados Unidos, o en otras ciudades del Perú. La opulencia con que describe su vida podría ser la de cualquier capo de la mafia.
Al hablar parece dominar de todo, habla con conocimiento de los cárteles de la mafia mundial, de sus supuestas interioridades, de sus ajusticiamientos. Al hablar así se siente un docto en estos temas. Aunque también en otros; una tarde mientras en la sala de trabajo de la municipalidad de La Perla, Charly Pacucho, cantante profesional que hizo saborear con su voz los escenarios más concurridos y llenar sus oídos de aplausos, presentaba el proyecto de una nueva canción, se atrevió a observarle que debía levantar el tono luego del coro de esa cumbia. A decir de Pacucho, el hombrecillo del pantalón blanco tenía la razón.
Nunca lo vimos salir muy de mañana, de pronto irrumpe el día con su presencia con su andar muy suyo. Chato, gordo y saludón, patero dirían otros. Pasa el día conversando con uno y con otro, es amigo de comerciantes y de los vendedores de baratijas de la esquina de la casa de los curas.

Es un vendedor de revistas, aunque de esa faena nadie le cree, ni él mismo; pero visita a Said, el ingeniero adventista como también lo hace al economista Bucaram quienes son los suscriptores de sus revistas nacionales. Él sabe que de allí puede salir el poco billete de dinero que consume. Dice que su madre, desde no se sabe dónde, le envía dinero para sufragar sus gastos y es por eso que en tono altamente soberbio dice “nadie dirá que este hombrecito de pantalón blanco debe dinero por hotel, por comida, por ropa o por cualquier cosa. Solamente que soy el señor narco, nada más”. 

1 comentario:

  1. ES UN HOMENAJE MUY LINDO PARA ESTE HOMBRECITO DEL PANTALON BLANCO, GRACIAS ALAS PERSONAS Q SE TOMARON SU TIEMPO PARA HACERLO Y DIOS LO TENGA EN SU GLORIA COMO Q ESTOY SEGURA Q ES ASI X Q PARA EL TODOS SOMOS SUS HIJOS NO MIRA EL COLOR NI LA RAZA, DESCANSA EN PAZ HOMBRECITO D LOS PANTALONES BLANCO.

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