Eran casi las 5 de la tarde del
domingo 3 de octubre de 1926, las cañoneras de la Armada peruana “América” y “Napo”
navegaban procedentes de la cabecera del Ucayali, allí donde confluyen el
Urubamba y el Tambo, trayendo a duras penas un grupo de hombres que había
pasado mil peripecias para llegar a un puerto que el destino y la historia del Perú habían señalado como destino .
En Loreto se vivían los estertores de la fuerte bonanza
económica generada por el boom de la explotación cauchera que se había extendido
por aproximadamente 40 años, espacio que le dio -especialmente a Iquitos- un
nuevo rostro y una imagen urbana que podía ser comparada con alguna ciudad
europea de esos tiempos. Era 1926, ya las fastuosidades de la sociedad cauchera
habían empalidecido.
A Iquitos le tocó el turno. Este contingente de hombres que
con solamente tocar tierra iquiteña en Loreto expresaba su identificación con
la patria, valentía inscrita a fuerza del sacrificio de su largo recorrido en el
camino iniciado en Lima hacia 34 días. Una verdadera odisea que se superó a
fuerza de sacrificio en los duros caminos que servían de carreteras de esos
tiempos en que los humanos y las mismas bestias vencían, aplastando las dificultades con que se oponía la topografía de los Andes y de la Selva Alta. A esto se sumaba el cruce de
los temibles malos pasos encontrados en los fieros tributarios del Ucayali.
Viajaron tanto y en ese recorrido enfrentaron la dureza de la
naturaleza, mermaron sus fuerzas y hasta fue penoso, no únicamente por los obstáculos, sino por el resquebrajamiento de la salud. A camino duro, al
enfrentamiento a las adversidades, la odisea comenzada por todos terminó con algunos ausentes que quedaban relegados y atrapados por la muerte.
(…) Era el mediodía del domingo 29 de agosto de 1926, un grupo de
100 hombres marchaba por el jirón Callao y se aproximó a la plaza de Armas de
Lima para dirigirse a Palacio de Gobierno donde los esperaba el presidente
Augusto B. Leguía, quien los recibió en el patio anterior.
El primer Mandatario ofreció un corto discurso en el que
entregó palabras de aliento y les recordó el paso histórico que se iba a dar
con todos ellos en el largo viaje que les tocaba emprender y el establecimiento
de un órgano de la Guardia Civil que garantizaría el custodio del orden en
aquella lejana ciudad del Amazonas de donde tenían como misión crear e
implementar guarniciones en los pueblos más importantes de Loreto.
No todos los miembros de este contingente eran subalternos y
conformaban la Primera Compañía de la Segunda Comandancia de la Guardia Civil, sino
que entre ellos o al frente estaba el
mando conducido por el capitán Fernando Fonseca Álvarez, el teniente Enrique
Rodó y los alféreces, uno de ellos Manuel Vargas Velásquez y el otro de
apellidos Zea Villacrez. Todos ellos habían terminado el intensivo y duro periodo
de instrucción en la Escuela Nacional de Policía con la finalidad de
adiestrarse para implementar la Guarnición de Iquitos.
(…) La madrugada del día de la partida se envolvía en un ambiente frío, gélido. Eran
las 5 de la mañana del 30 de agosto de 1926, era un amanecer de lunes, desde
distintos puntos de la vieja Lima iban llegando los miembros del contingente.
(…) A las 6.15 de la mañana el pitar del ferrocarril anunciaba la partida
hacia un primer destino: La Oroya, en las alturas de Pasco.
(…)Los jóvenes viajaban con optimismo, en ellos se describía mucha voluntad
y sentido patriótico. El camino los conduciría a una tierra lejana,
desconocida. Ninguno de ellos sabía lo que les esperaba. Andrés Herrera
Agramonte, un hombre de mediana estatura, algo grueso, de cejas pobladas, de
tez blanca, fue el más locuaz del grupo que con seguidos chascarrillos hacía
disfrutar al grupo, lo que valió que se granjeara merecidamente la simpatía de
sus compañeros.
Herrera, arequipeño de nacimiento, a la hora de la toma de los
alimentos hacía referencias que había encontrado en su lectura del diario El Comercio
sobre las cualidades y características del Iquitos que se sería el casi mítico donde irían a habitar. Hablaba de una
ciudad fantástica donde sino había las riquezas de dinero de las décadas
anteriores donde todo se sustentaba en la explotación cauchera, podrían encontrarse con una urbe
diferente a cualquiera del Perú donde no había más que tranquilidad y poca
delincuencia, donde se podría construir un buen futuro, promisorio y que la
bonanza se debía edificar con trabajo y honradez. Pero no dejaban de pensar en
que los mosquitos y otros bichos de la naturaleza harían difícil sus vidas.
(…) Al llegar el grupo de guardiaciviles, los curiosos iquiteños que en
domingo sacaban al paseo sus mejores atuendos, que ellos mismos llamaban sus ropajes domingueros, asombrados saludaban con ruidosos aplausos a esos bien formados hombres que desfilaban por la calle Próspero (o
del Próspero) con destino a la casa de la Prefectura y después del típico
cuchicheo de pueblo chico les bautizaron, casi inmediatamente, como los huayruros, debido a la mezcla que del colorido que mostraban sus uniformes entre el azul oscuro y el rojo
semejante a la semilla del fruto de ese nombre.
Los huayruros como eran conocidos en Loreto, fueron descritos por los
escritores de la institución policial de la manera más exacta…”El personal policial (…) salió al servicio con un uniforme hecho de
paño fino azul marino tina con vivos y bocamangas de color rojo en la guerrera
y con franja roja, en las partes exteriores de la pierna, en el pantalón, gorra
de plato elipsoidal del mismo material con cenefa y vivos de color rojo…”.
De
entonces, la vida y la organización policial siguió al paso de los años
cumpliendo su evolución ya conocida que concluye la unificación de la Policía
Nacional integrando a esa Guardia Civil, Guardia Republicana y Policía de Investigaciones
del Perú.
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